domingo, 29 de septiembre de 2013

Estética: necesidad y búsqueda

En los artículos pasados, y sobre todo en el último, puse un especial énfasis sobre un término que envuelve mucho y que, de hecho, se cuestiona recientemente, a la música compuesta a partir del siglo pasado. Puede ser atrevido el uso de la palabra ‘cuestiona’, pues es como negar o poner en duda una parte muy inherente a la naturaleza de una expresión social, más aun artística.

Primero es preciso ponernos de acuerdo, afirmando que la estética está siempre presente en una obra de arte. Pero he aquí un importante punto de diferenciación entre lo que es el discurso propiamente artístico y lo que es el discurso estético.  Ciertamente, la estética no nace como discurso literal sobre la obra de arte. Immanuel Kant hace una sustitución de la palabra ‘estética’ por ‘problemática’, refiriéndose al sentido del gusto. En este sentido queda claro que la estética es, entonces, una parte importante del arte pero acuñada a ella solamente cuando es apreciada en un tiempo y lugar determinados. Este concepto significa, asimismo, una especie de condena al arte. La noción de estética le otorga cierta autonomía y a la vez cierta dependencia de la ‘obra de arte’, por lo que a la hora de juzgar o calificar una expresión artística es preciso hacerlo en estos dos planos separados. Pero, ¿cómo salir de la estética para hacer la crítica a un objeto que, de una u otra manera, permanece al interior de ella? Esta puede ser una contradicción paradójica, y de antemano he ahí la razón por la cual no creo en la fiabilidad de un criticismo, por lo menos musical.

En una artículo publicado por Gabriel Castillo, del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile, señala un importante paso para poder ser conscientes de qué calificar cuando se decide establecer un valor estético a un producto artístico. Es claro que en esta ‘aparente’ contradicción queda un vacío fácil de aprovechar. Castillo lo señala como ‘aquello que calla’. Y pues sí, la única manera de poder calificar estéticamente una obra de arte es tratando de escuchar todo aquello que calla (Castillo lo denomina ‘estética nocturna’).

Desde sus recientes postulados, la estética ha sido siempre limitada a la idea de obra de arte, pero es posible concebir una estética sin una obra de arte en cuestión, pues éste concepto evoluciona y se redefine constantemente, que es posible comprender una estética fuera de un objeto en particular, mas imposible fuera de un contexto particular.

Ahora bien, comprendemos que una estética ‘de contexto’ puede ser concebida aisladamente de una obra de arte, pero es imposible concebir la estética de un producto artístico por sí misma. Y en el caso de nosotros, los latinoamericanos, que durante cinco siglos hemos vivido, de cierta manera, bajo la sombra de la civilización europea, tratando de creer que al adquirir costumbres y maneras de allá (incluidas, claro está, las estéticas contemporáneas)… ¿dónde ha ido a parar nuestra propia estética? En tela de juicio se pueden poner muchos postulados sobre las tendencias estéticas y los valores estéticos de distintas obras culturales muy propias de Latinoamérica, pero que a su vez, incluyen un mínimo de porcentaje de aquello que vino de Europa. Respecto a este tema, basto y amplio, no puedo ahondar a profundidad en el presente artículo. Más sí me permito aportar a mi manera sobre una eventual solución a este aparente problema.

En artículos pasados hablé sobre lo que es la consciencia y la necesidad. Bueno, ahora preciso de la comprensión total y plena de lo que ‘ser consciente de qué se necesita’ significa para un artista, y en especial para un compositor. En una amena y breve charla con Aldo Rojas, director del grupo ‘Opus XXI’, agrupación a la que pertenezco desde sus inicios, y recabando un poco en aquellos detalles de una charla que tuve la oportunidad de brindar a los participantes del Taller de creación de música experimental del Conservatorio Regional de Música ‘Luis Duncker Lavalle’, sobre mi ajetreado y revelador viaje a Santiago de Chile, enfatizamos sobre estos dos términos, a los cuales Aldo añadió un término que sin duda es tan indispensable y consecuente a los dos ya mencionados anteriormente. Concluyó diciendo lo siguiente: ‘la necesidad conlleva a la búsqueda’. No se pudo decir de mejor manera. Y creo que aquí está la respuesta al por qué de tanto alboroto sobre las estéticas ‘hurtadas’ de Latinoamérica. Pues en la actualidad, y a diferencia del pasado, los compositores no buscan algo que los diferencie de los demás, sino buscan algo que los haga verse únicos. En el pasado era un poco diferente: parecía que se trataba de ser únicos sin ser diferente del todo, adoptando lo que estaba en boga en cierto período de tiempo y afianzándolo, lo más posible, a la idea de identidad, nacionalismo, autóctono, etc. En cierta manera, este modelo, muy europeo de concepción del arte y de la estética, nos permitió pintarnos de cuerpo entero, al tratarse de una sociedad a la cuál ‘se le había arrebatado lo propio’ hace quinientos años. Bueno, personalmente creo que este contexto es muy diferente al de la actualidad. Hoy, para mí, lo importante es sentirse identificado sin sentirse confundido. Ser conscientes de nuestras necesidades artísticas  nos conlleva a buscar aquellas maneras de manifestarnos que nos hagan sentirnos únicos. Y por ‘sentirnos’, me refiero a un importante plano de la concepción artística: el YO. No es posible concebir un entorno sin antes concebirse uno mismo como individuo en una colectividad.


De esta manera es que me permito desmerecer un poco toda esta cuestión sobre lo que es y no es ser un compositor –o artista- latinoamericano, pues al fin y al cabo, si un peruano se identifica con algo propio de Venezuela, y si un Argentino se identifica con algo de Alemania, sólo queda esperar y confiar en que es resultado de una profunda consciencia de necesidad, y que es producto de una búsqueda muy personal.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Cómo escuchar música contemporánea

En el primer artículo me propuse, con ayuda de una recopilación de un libro de Diego Fischerman –Después de la música, el siglo XX y más allá- expresar algunas ideas sobre lo que es o no es la música contemporánea, y así de paso desmentir algunos mitos sobre la concepción de esta música.

Pues a lo largo de los últimos artículos he desarrollado, de la misma manera, aspectos importantes que comprometen la perspectiva de esta música desde su origen en la composición, pero poco o nada, quizás, sobre cómo es que debe ser escuchada, si es que hay, claro está, una manera o un camino cierto y verdadero para el goce de las nuevas expresiones musicales de nuestra era.

Para comenzar, algo que aprendí en los días en que participé de Copiu 2013 en Santiago de Chile, es que la palabra ‘contemporánea’ es eso nada más, una palabra. Según Fischerman, fue acuñada probablemente por Joseph Goebbles, en un tiempo en que la Alemania nazi se esforzaba por hacer marcadas diferencias de lo que consideraba ‘música degenerada’ –música en la que entra a tallar el mismo Arnold Schoenberg- y la música propia, considerada y revalorizada sobremanera. E incluso, es un término contradictorio, si se cree que la música contemporánea logró como principal objetivo –sin que necesariamente sea el que sus compositores se hayan puesto inicialmente- romper con las convenciones tradicionales de la música, hablando entonces de una música abierta, que no debe ser definida ni conceptualizada, porque eso la llevaría a sus propios límites. El llamar a cierta materia sonora ‘música contemporánea’ ya le ha conferido ciertas características que un eventual oyente espera encontrar luego de la primera escucha. Pero en fin, el punto es que este es un término tan en boga últimamente, e incluso se le confiere el papel de estética dominante, por lo que aquel compositor que estuviera fuera de los supuestos cánones de esta expresión, simplemente es conservador, o como le llaman, ‘pertenece a la resistencia’. Al final de cuentas, todo esto no hace otra cosa que asignarle aun más ambigüedad al término ‘contemporánea’ de lo que ya de por si posee. Simplemente, es música.

Estos factores también han afectado a los oyentes. Un oyente, como hemos visto anteriormente, tiene expectativas que desea ‘desafiar’ al momento de escuchar una obra. Pero lo cierto es que, al parecer, estas expectativas parecen estar claramente definidas. Por otra parte, un importantísimo papel lo juegan los medios de comunicación, principalmente aquellos directamente responsables de la difusión de la nueva música. Desde esta perspectiva, una obra que se haya grabado y producido con un importante sello discográfico, técnicamente, es mejor música que aquella que permanece ‘desconocida’ o ‘inexistente’.  Como que el hecho de que se haya grabado le confiere valor histórico y, por lo tanto, merece ser escuchada. Y claro está, el disfrute de esta música está garantizado de esta manera.

Pero la música, o cualquier discurso sonoro, es ante todo arte. Y la verdad es que poco o nada sirve el valor histórico a la hora de disfrutar con una obra, si falta la emoción estética. Es cierto que las reglas de la historia y las del placer han evolucionado de la mano pero muy distintamente, y lo que hace que una obra artística sea interesante para un receptor es diferente a lo que le da significación histórica. Pues son distintos los valores que se le pueden conferir a una obra artística, por ejemplo, como valor teórico, como valor estético, como valor histórico, etc. Y cada uno de estos valores no le asigna genialidad o gran acogida, si es que dejamos de lado la funcionalidad, originalidad, complejidad, etc.,  con la que fue concebida.

El oído de un receptor promedio hoy en día, está condenado a satisfacer su expectativa con direccionalidad. Entonces, si hablamos de un arte que posee distintos valores y que en sí, trata de romper con la direccionalidad propia de la música anterior al siglo XX, ¿qué actitud debemos afrontar a la hora de escuchar esta nueva música? La respuesta la cito textualmente del libro de Fischerman: ‘Como en las historias de iniciación o en los rituales sufi, quien quiera acercarse a alguna de estas músicas deberá dejar en las puertas del templo sus vestiduras, sus pecados y, sobre todo, su memoria. Deberá ignorar gran parte de sus nociones previas acerca de qué es lo artístico y cómo se percibe el arte y estar dispuesto a recibir una nueva clase de conocimiento’. Para poder aplicar esto, también hay que ser conscientes de que la música, independientemente de que sea un lenguaje o no, definitivamente expresa algo más que su propio lenguaje.

Como explicaba en un artículo anterior, la música tiene distintos niveles de escucha, pero lo curioso está aquí en saber, como oyente, a qué nivel deseo desplazarme en tal o tal ocasión. Algunos oyentes –los ideales, quizás- se empeñan en llegar a los más profundos niveles de disfrute de estas nuevas artes, cuando otros por el contrario, puede que no hayan cavado tan profundo, pero si que hayan encontrado un nivel en el que, a cabalidad, una música determinada les produce un placer determinado. Lo que si critico, personalmente, son aquellas actitudes con las que un potencial oyente se rehúsa a siquiera empezar a excavar, solamente guiado por el temor o simplemente, por aquella primera impresión de que lo que está a punto de escuchar no saciará su direccionalizada expectativa. Pues es cierto, además, que hay distintos tipos de oyentes –según Theodor W. Adorno-, tales como el oyente emocional, el oyente experto, el buen oyente, el consumidor cultural y el oyente por resentimiento (Adorno, Theodor – Sociología de la música). Pero para poder clasificar entre estos tipos de oyentes, primero hay que calificar como oyente, y no como un simple transeúnte musical que recorrió su trayecto ‘oyendo’ distintas músicas, pero sin siquiera ser consciente de en que nivel pudo o no disfrutarlas.

Finalmente, hay tendencias de carácter muy despectivo, respecto a la música industrializada propia del siglo XXI, aquella música cuyo ideal es, como mencioné anteriormente, situarse en los top 10 de discos más vendidos, pues la industria discográfica tiene un gran poder para determinar que se debe oír y que no. Quiero aclarar que lo expuesto en este artículo no incluye en ningún término -aunque algo de cierto pueda tener- a estas nuevas músicas de carácter esencialmente industrial y comercial, concebidas bajo preceptos estéticos completamente diferentes a los de –valga el término por esta vez- la música contemporánea.

La verdad es que este artículo merece una explicación más larga y detallada, pero de ser así se podría convertir en un ‘manual práctico para escuchar música contemporánea’. Nada más terrible que eso, pues efectivamente no hay una sola manera de escuchar música, pero lo que si hay –y debe de haber siempre- es un objetivo que merece ser situado como importante: el disfrute a través del placer estético.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Niveles compositivos: profundidad y estilo

Desde muy pequeño escuché música y de todo tipo. La música popular presente en fiestas, la música romántica y melodiosa de la estaciones de radio, y la música clásica (así por lo menos le llamaba cuando era niño), accesible por aquellos años sólo por grabaciones en CD's y casetes. Y cada música tenía lo suyo, independientemente de la funcionalidad con la cual fue creada, como también un cierto calificativo que le asignaba. Y además, inconscientemente se le asignaba un cierto nivel, especialmente aquellas personas que se daban por críticos y querían 'calificar' lo que escuchaban. Pero, ¿nivel de qué? ¿Acaso de calidad, funcionalidad, o en el peor de los casos, nivel 'artístico'?

Para responder esta pregunta desde el punto de vista del oyente, hay que seguir el camino directo, es decir, escuchar, interpretar, analizar, repetir estos pasos las veces necesarias, y disfrutar, claro está, durante el proceso. No se trata de llegar al punto de origen de la obra en cuestión, necesariamente. Si en el transcurso de este proceso no hay disfrute personal, simplemente es un mero trabajo de análisis de la obra: entenderemos el 'por qué' de la música, sin haber sentido el 'para qué'.

Es innegable que cada pieza musical posee cierta calidad, cierto 'nivel', por así decirlo, logrado únicamente con la utilización de ciertos elementos (elementos de cualquier tipo) y de cómo fueron empleados, lo que se traduce en el impacto que causa la música en el oyente. Este impacto se clasifica en dos planos, uno superficial, y aquellos que en conjunto forman el segundo plano más profundo. El superficial está ahí siempre, designado por el resultado de la primera escucha, pero para acceder a los planos más profundos es preciso realizar un trabajo de escucha más analítico. Y aunque no lo parezca, este trabajo analítico siempre está presente cada vez que una pieza musical (sea cual sea el género, estilo, funcionalidad) nos invita a escucharla una vez más. No es lógico que una canción, tema u obra musical nos llame tanto la atención, si es que cada vez que la escuchamos, en distintas circunstancias, no nos dijera algo nuevo. Y esto nos servirá para medir en que 'nivel compositivo' se encuentra la música en cuestión, y cuán profundo ha llegado a ser, en términos de este nivel, el compositor. Si es muy superficial, la música no nos llamará mucho o por mucho tiempo la atención. Pero si ha llegado a niveles más profundos, la música siempre despertará en nosotros esa chispa que invita una vez más a escucharla, y por supuesto, querer descubrir algo más que nos pueda decir. ¿Podemos expresar con palabras esa chispa? Casi la totalidad de las veces, no con palabras precisas. ¿Podemos afirmar que esa chispa existe? Por supuesto.

A simple vista, hemos hallado, desde la perspectiva del oyente, el secreto para el éxito de una pieza musical. Pareciera tan sencillo... Pero vamos ahora desde el verdadero camino de la creación, partiendo esta vez desde la concepción de una idea, su estructuración, su representación gráfica y finalmente su interpretación. Desde aquí, la situación se torna más complicada, en verdad no es tan sencillo como parece. Es fácil cometer 'errores' al componer si tomásemos estos preceptos, pues ya sé qué es lo que no quiero, pero no sé qué es lo que quiero.

Del transcurso de la historia han llegado a nosotros obras musicales que cumplen estas características a cabalidad, lo que le confiere 'nivel' y 'éxito' a la producción de un determinado compositor. Por lo tanto, allí hay muestras de qué hacer para lograr el mismo efecto en la música compuesta hoy en día. Pero, ¿cuál sería el resultado? Una obra que suena a  Beethoven escrita por alguien que no es Beethoven, en un año que no pertenece al siglo XVIII/XIX, y en medio de circunstancias culturales, de realidad, de necesidad tan distintas a las de esa época. Nada más feo que eso, pero en realidad de ejercicios de composición de esta naturaleza es que se aprende y se sigue aprendiendo, por siempre. Lo digo así, sin miedo, pues de hecho mis primeras obras poseen esas características (sin mencionar el hecho de que me inicié en la composición de manera autodidacta).

La consolidación de un estilo es importante también a la hora de asignarle un nivel a la música. Tomando el ejemplo anterior, tendríamos un Beethoven imperfecto, que al final de cuentas intenta ser Beethoven, pero nunca llegará a serlo, sólo a parecerse. Entonces, ¿por qué parecerse, si en cambio ser puede ‘ser’ de alguna otra manera? Cuanto más original se es al componer, mayor nivel se le confiere a la obra. No se trata de utilizar un ‘lenguaje propio’, sino de ‘una manera peculiar de hablar’. Caso contrario, nos encontraríamos intentando enseñarle un nuevo lenguaje a una persona para que nos pueda entender, cuando simplemente, con las palabras propias de nuestra lengua en común, podría manifestarle lo que quiero expresar.


En resumen, el tema de ‘asignarle un nivel a la música’ va de la mano con dos aspectos: el estilo compositivo y la profundidad con la cual fue creada. Como mencioné al inicio de este artículo, no me refiero únicamente a la música académica (por ponerle un nombre) sino al arte de hacer música en general, y si desea llamársele de alguna manera, estos preceptos le confieren a la música ‘la clave del éxito’ como manifestación artística, claro, considerando también que varios otros preceptos (aun no desarrollados en algún artículo) conforman el grueso de cualidades que una obra debe poseer para llamarse arte.