Desde hace ya algunos años que
me dedico a la composición como tan sólo una parte de mis diversas actividades
como músico. En el transcurso de este tiempo he podido apreciar, quizá sin
mucho detenimiento, algunos fenómenos algo peculiares, que al compartirlos con
otros compañeros que también se dedican al oficio de ‘crear música’, llegamos
habitualmente a ciertas conclusiones en común. De entre todos aquellos
fenómenos me llamó recientemente la atención (razón por la cual presento este
nuevo artículo) uno que gira en torno a una pregunta que varias veces me
hicieron amigos, entendidos o no en el tema de la música académica: ¿Y cómo
haces para componer? ¿Es un don, o debo estudiar música para poder hacerlo? Esta
pregunta siempre me dejaba sin una respuesta contundente al comienzo, pero
conforme me la iban haciendo más y más personas pude, recolectando las
experiencias anteriores, elaborar una respuesta que hoy me gustaría compartir
con todos ustedes. Al inicio, mi respuesta pudo haber sido algo así como: no lo
sé, simplemente dejo que la música fluya dentro de mí y con ayuda de la
técnica… etcétera. Y, con la intención oculta de no quedar mal frente al amigo
que me hacía la pregunta, yo concluía preguntándole ¿por qué la pregunta?
¿Alguna vez has sentido ganas de componer algo? Y en ese punto salían a la luz
todo tipo de anécdotas, desde aquellas que cuentan cómo es que a los cinco años
intentó componer una canción para el cumpleaños de su madre, hasta otras que
hablan sobre fallidos bosquejos que están encerrados en un cajón y que nadie
(excepto yo, desde ese momento) sabe de su existencia.
Por supuesto que yo no estoy
aquí para traer luces respecto a un tema que muchos académicos han estudiado.
Algunos estudios señalan que los niños aprenden muchas cosas sobre la música
sin necesidad de una enseñanza musical formal. Desde luego que dicha enseñanza
está para complementar, corregir e
impulsar la capacidad creativa de un niño o joven con ayuda de la música. Por ejemplo,
mucha gente aprende a tocar guitarra empíricamente, y logran alcanzar un cierto
nivel de experticia que es digno de respeto. Pero la enseñanza formal o
académica le permitiría corregir cuestiones de postura (un caso común es la
‘manía’ de apoyar la guitarra sobre la pierna derecha en lugar de la izquierda),
de técnica puramente guitarrística (que difiere consistentemente de la técnica
del bajo electrónico, por ejemplo) y de desarrollo de la destreza (con la ayuda
de métodos y estudios seleccionados). Numerosos aprendizajes musicales (entre
los que se encuentra desde luego la creación musical) se dan fuera de un ámbito
de escuela, académico, y no se rigen por la acción de aprender música, sino por
el placer que produce hacer música, escuchando, interpretando, creando o hasta
simplemente jugando. Esto deja un precedente que vale la pena resaltar: gracias
a la gran cantidad de información que circula gracias a la tecnología y
distintos medios de difusión, es muy difícil encontrar, hoy por hoy, a alguien musicalmente
ignorante o desinformado. Por el contrario, la mayoría de niños y jóvenes
poseen, gracias a ciertos cuidados y consideraciones en la educación de casa,
un conocimiento musical rico y de algún modo sofisticado.
Es justamente este bagaje el
que debe ser considerado como punto de partida para la realización de
experiencias de creación musical, ricas y significativas, y nos lleve a reasignar
un significado a lo que significa ‘saber’ música como requisito para la
composición musical. Para algunos docentes la composición es una actividad que
solo podrán desarrollar quienes posean una cierta competencia instrumental que
les permita probar en su instrumento las ideas musicales, determinadas
habilidades de lectura y escritura musical y ciertos conocimientos básicos
sobre teoría musical (técnica). En mayor o menor grado, eso es lo que se
entiende por ‘saber’ música. Pero lo cierto es que las habilidades
instrumentales, de lectura y escritura musical, desarrolladas por la mayoría de
los estudiantes que comienzan la educación secundaria o hasta superior, no son
suficientes si lo que se pretende es enseñarles a componer con métodos
tradicionales. No todos podrán traducir a su instrumento lo que han imaginado y
pocos serán capaces de transcribir esas mismas ideas. Del mismo modo,
difícilmente los conceptos teóricos adquiridos podrán tener de forma directa
una aplicación práctica. He aquí donde entra a tallar la importancia de la
técnica como recurso para componer.
Si ésta es la única manera en
la que se puede componer, poco podrá hacerse, y los resultados seguramente
serán, al comienzo, muy pobres. Por el contrario, si por ‘saber’ música
entendemos el poseer una experiencia auditiva rica y el tener criterios para
combinar sonidos o patrones rítmicos o melódicos, modificar timbres u otros
parámetros, seleccionar y estructurar las ideas que van surgiendo, escuchar y
evaluar los resultados para mantener o modificar lo que se ha creado, etc.,
probablemente las posibilidades se multipliquen. Estas son habilidades que, en
mayor o menor medida, poseen miles de jóvenes que, con una formación
autodidacta, crean a diario su propia música sin ‘saber’ música en el sentido
tradicional del término. Y estas son las habilidades requeridas para componer
música usando algunas de las nuevas herramientas tecnológicas disponibles,
entre ellas, algunos secuenciadores (tanto por software como en línea) que, en
principio, no requieren del conocimiento de ningún tipo de notación, como por
ejemplo ciertos editores de audio, determinadas aplicaciones virtuales alojadas
en páginas web que ofrecen recursos gráficos que pueden ser manipulados por el
usuario o programas específicos basados en el uso de la notación gráfica.
Ahora, existen opiniones
contrariadas respecto a los medios que se utilizan para componer música.
Principalmente algunos docentes de la vieja guardia afirman, siempre apegados a
lo tradicional, que el uso de computadoras, o en general, de métodos no
convencionales, le quitan calidad al resultado final. En mi opinión, creo que los
secuenciadores, los software, etc., son simplemente una herramienta más, así
como es la técnica, de la cual he hablado en tan numerosas ocasiones en
artículos pasados. Si algún personaje como, por poner un ejemplo exagerado,
Beethoven, Mozart, Brahms, Tchaicovsky, entre tantos, hubieran vivido en la
época de Stockhausen o Varèse, ¿habrían dudado en experimentar con lo que
tenían a la mano? Desde luego que hay compositores y compositores. Desde
aquellos progresistas y con miras siempre al futuro, hasta aquellos sumamente
conservadores. Pero, ¿no es eso lo hermoso de este arte, la diversidad?
Nuevamente, una pregunta
inicial rige el discurso de este artículo. Pero en esta oportunidad quiero
invitar al lector a responderla. Y entonces, ¿cómo se hace para componer? ¿Es
un don, o se debe estudiar música para poder hacerlo? La respuesta desde luego
la tendrá aquella persona que sienta la íntima curiosidad de saberlo.