El día 1 de agosto tuve la
oportunidad de asistir a una charla con Carlos Valenzuela Ramos, docente,
director de orquesta y compositor de la Universidad Mayor de Chile, en el marco
de las actividades de Copiu 2013 – Santiago. La charla abarcó diversos temas
que, como refiere el título del artículo, se relacionan cuando aquello plasmado
en un papel se convierte en sonidos.
De primera mano, se puede
entender las diversas relaciones entre los intérpretes de la obra y con la obra
en cuestión (y por ende, con el compositor), como una ‘especie de conflicto’. Y
las reacciones de los músicos ante nuevas obras es casi siempre la misma –siendo
muy generales claro-: rechazo. Quizás porque dicha obra nueva no guardaría
relación alguna con algo antes visto, de tal manera que pueda asociarlo con
algo y así facilitar su trabajo. O quizás, porque a simple vista los desafíos
técnicos planteados por el compositor exigen al intérprete más de lo que pueda
dar (o en todo caso, más de lo que quiera dar). Es típica la frase del música,
a la hora de ver con su instrumento por vez primera una partitura exclamar:
¡Esto no puede tocarse!, ¡Esto es imposible de interpretar!, y algunas veces
con el comentario despectivo añadido.
Entonces vamos de frente al
origen de todo en cuestión: el compositor. De él depende únicamente que los
trabajos con la orquesta puedan ser fructíferos, que la interpretación de sus
obras sea la adecuada de acuerdo con sus requerimientos. Tres preceptos son
imprescindibles para lograr esto, y son:
·
Conocimiento de la técnica extendida. La técnica de los diversos instrumentos
ha cambiado, crecido y complicado con el correr del tiempo. Es preciso conocer
técnicas propias de cada instrumento. Un error común, por ejemplo, es encontrar
una línea melódica en los violines, que cómodamente podría ser interpretada por
un oboe, por una flauta, por un clarinete, por un corno… sin dudas, no se
reclama que dicha melodía pueda cambiarse libremente entre estos instrumentos,
pero si es preciso que el compositor adquiera un grado de consciencia, a partir
del conocimiento de las técnicas extendidas, que le permita saber por qué es
que dicha melodía la están cantando los violines, y no otro instrumento, por
más parecido que sea el timbre. La complejidad de las ‘líneas melódicas’ (por
ponerle un nombre que permita asociar con el concepto convencional de esta
expresión) de la música contemporánea ha evolucionado, y es poco común
encontrar una partitura de una instrumento, compuesta a partir del siglo XX,
que no exija cierto nivel de conocimiento técnico de un instrumento. Conocer
las limitaciones de estas técnicas, también es preciso. Poníamos como ejemplo,
en la charla con Carlos, una partitura donde a los violines se les pedía tocar
con sordina en sul ponticello. Un
análisis más calmado de la situación nos conduce a un problema simple: la
sordina impide el correcto paso del arco muy cerca del puente, y choca con
ella. El objetivo del compositor, quizás, haya sido obtener una sonoridad tímbrica
más metálica y suave, pero en esta ocasión deberá tomar una decisión: o con
sordina, o sul ponticello. Y en todo
caso, encontrar otros caminos si se empecina en obtener dicha sonoridad tan
exquisita.
·
Solfeo. Esto va, también, para los directores de ensambles y de orquesta en
general, a la hora de enfrentarse a esta música. Es preciso que el compositor
(y el director, como se dijo) sean conscientes del grado de complejidad que
significará la lectura a primera vista de sus obras. La primera impresión de
una obra nunca se olvida. Cuando el compositor da rienda suelta a su lápiz,
debe detenerse periódicamente y enfrentar, desde la perspectiva del solfeo rítmico
principalmente, lo que hasta el momento ha escrito. Obras complicadas escritas
en 17/16 o 23/16… como recurso necesario para transmitir algún mensaje del
compositor, es justificable. Pero lo cierto es que también es justo ponerse en
el papel del intérprete, desde todas las perspectivas posibles. Y una
herramienta para lograr esto es el dominio del solfeo.
·
Organología. Va muy de la mano con el conocimiento de la técnica extendida. Por
ejemplo, saber que el diseño de ciertos instrumentos, por más perfecto que
parezca, les impide asimismo realizar ciertas ‘acrobacias’. Por ejemplo, el
empleo de trinos en el clarinete, tiene un registro peligroso entre en ‘sol’ de
la segunda línea y el ‘do’ del cuarto espacio. Pedirle un trino en ese registro
al clarinetista, y mas aún con cierta velocidad exigida, es una verdadera
imposibilidad. En cuyo caso, queda justificado reclamar: ¡Esto es imposible de
tocar!
Como complemento de estos tres
puntos, se añade un factor que es importante de considerar a la hora de ensayar
una obra. Toda pieza musical necesita un tiempo de maduración personal a nivel
intérpretes. Pueden solfearlo maravillosamente, incluso a primera vista. Puede
ser que los conocimientos sobre técnicas y organología no les ponga ninguna
dificultad mayor dependiendo del nivel del intérprete. Pero nada más que el
tiempo les permitirá ser conscientes de las complejas relaciones sonoras que
pueden existir en la obra, o de las relaciones entre las mismas secciones de su
particella, o incluso de encontrar caminos más cómodos para el empleo de
ciertas técnicas, aparentemente complicadas al comienzo.
La música de hoy en día,
conversábamos, es mucho más amable con sus intérpretes. Para un instrumentista
de fila promedio, al ver el repertorio del próximo concierto puede ya elaborar
conclusiones útiles para la ejecución de su parte, como ver el nombre del
compositor e imaginar la pieza (muy probablemente del repertorio universal),
adivinar el estilo (predominancia de ciertos grupos orquestales, interpretación
de ciertos símbolos –como en el caso de Beethoven la constante aparición de
fortísimos al comienzo de cada compás, no significa que el fortísimo de deba
perder, al contrario, significa que debe aumentar gradualmente y con un pequeño
acento-, etc.), entre otras interpretaciones, sin necesidad de esperar al
primer ensayo para verlo en concreto. Pero con la música nueva que se escribe
constantemente, estos recursos ya no son utilidad. Esto se debe en gran mediad
al análisis y la música, y a su consecuente mayor difusión. El análisis permite
a los directores e intérpretes adelantarse a los hechos del ensayo, sólo por
saber el título de una obra o su autor. Hay que ser conscientes de que la
partitura es un ‘asunto gráfico’, que define el contacto entre el intérprete y
el ‘asunto sonoro’. Una partitura legible es importante, independientemente de
si requiera cierto tipo de señalizaciones nuevas, pero debidamente explicadas,
dependiendo de la necesidad del compositor por lograr ciertas sonoridades
nuevas. Por lo tanto, por más nueva que sea dicha sonoridad, su representación
gráfica debe ser precisa, contundente, y transmitir un mensaje a primera vista.
No es tan sencillo, pero con la práctica y la exploración de partituras nuevas
de otros compositores (y su respectivo análisis) se aprenden nuevos recursos en
beneficio de la legibilidad del material escrito. ¡Pero también, el análisis es
imprescindible para la interpretación! Nada más triste que ver a un músico
tocar una obra de Bach y darse cuenta de que no es consciente de las diversas
modulaciones, los diálogos contrapuntísticos, etc., muy propios de la música de
Bach.
Respecto al asunto de que ‘considerar
todo esto puede limitar la inspiración y la imaginación al momento de componer,
interpretar o dirigir’, Carlos fue contundente: ‘Cuando uno tiene la técnica
completamente dominada, a flor de piel, recién puede dar rienda suelta a la
inspiración, a la imaginación, a las musas… o como deseen llamarlo’. Al
respecto, recomiendo altamente el libro de Igor Stravinski, ‘Poética musical’,
donde en uno de sus capítulos habla del orden natural entre la idea y la
inspiración, pues la idea es lo primero en aparecer, y se desarrolla
(inspiración, imaginación) correctamente con la ayuda de la técnica. Sólo así,
como Carlos dijo, ‘se pude poner PLAY y dibujar lo que la mente escuche’.
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