domingo, 30 de junio de 2013

La afinidad con el texto

Recientemente he estado muy involucrado con la hermosa relación que puede existir entre texto y música, principalmente considerando varias tentativas para poder crear una obra que junte estos elementos. Así creo haberlo logrado: hace algunas semanas finalicé mi última obra para coro y orquesta, utilizando el texto de un poema de Alberto Hidalgo, reconocido poeta arequipeño. Ante mi curiosidad sobre lo que, artísticamante, significa una creación de esta naturaleza, leí un artículo que publicó Arnold Schoenberg a principios del siglo pasado y que, de manera contundente, sació mis interrogantes alrededor del concepto de homogeneidad de estos elementos (texto y música) en este género compositvo. Comparto con ustedes, a continuación, este artículo.

La afinidad con el texto

Son relativamente pocas las personas capaces de comprender, en términos puramente musicales, lo que la música expresa. El suponer que una pieza de música debe acumular imágenes de una u otra especie y que si estas faltasen la pieza no ha sido entendida o carece de valor, es algo tan extendido como solamente puede serlo lo falso y lo vulgar. Nadie espera tal cosa de cualquier otro arte, sino que se contenta con los efectos de sus elementos; aunque bien es verdad que en las demás artes el tema material, el objeto representado, se ofrece por sí mismo automáticamente al limitado poder de comprensión del intelectualmente mediocre. Puesto que la música, como tal, carece de tema material, hay quienes buscan a través de sus efectos la belleza de la forma exclusivamente, y otros, procedimientos poéticos. Hasta Schopenhauer, que empieza diciendo algo realmente exhaustivo acerca de la esencia de la música en este maravilloso pensamiento: ‘El compositor revela la esencia íntima del mundo y expresa la sabiduría más profunda en un lenguaje que si razón no comprende; exactamente igual que una médium hace revelaciones sobre cosas de las que no tiene ni idea cuando despierta’, hasta él se extravía luego, cuando trata de traducir a nuestra terminología los detalles de ese lenguaje que la razón no comprende. Para él, sin embargo, debe estar claro que en esa traducción a la terminología del lenguaje humano –que es abstracción, reducción a los reconocible-, lo esencial, el lenguaje del mundo –que quizá haya de permanecer incomprensible y perceptible tan solo- se pierde. Pero aun así, está justificado su proceder, ya que, después de todo, su aspiración como filósofo es la de representar la esencia del mundo, su inconmensurable grandeza, en términos conceptuales que fácilmente vemos que resultan demasiado pobres. Y lo mismo acontece con Wagner, que cuando quería dar al hombre medio una noción indirecta de lo que él, como música, había experimentado directamente, no dudaba en añadir programas explicativos a las sinfonías de Beethoven.

Semejante procedimiento resulta desastroso cuando llega a generalizarse. Porque entonces su significado se malogra en sentido opuesto; tratase de reconocer sucesos y sentimientos en la música, como si allí hubieran de estar forzosamente. Por el contrario, en el caso de Wagner ocurre lo siguiente: la impresión de la ‘esencia del mundo’ recibida a través de la música resulta productiva para él y le estimula para su poética transformación en elementos de otro arte distinto. Pero los sucesos y sentimientos que aparecen en esta transformación no estaban contenidos en la música, sino que son meramente el material que utiliza el poeta, que un modo de expresión tan directo, impoluto y puro, le es negado a la poesía, arte limitado todavía al sujeto-objeto.

La facultad de pura percepción es extremadamente rara y solamente la encontramos en hombres de gran capacidad. Esto explica el que los árbitros profesionales se encuentren embarazados ante determinadas dificultades. Que la lectura de nuestras partituras resulte cada vez más penosa; que las relativamente pocas ejecuciones transcurran apresuradamente; que a menudo, aun la persona más sensible y pura, reciba tan solo impresiones fugaces; todo esto hace posible para el crítico –que debe informarse y juzgar, pero que generalmente es incapaz de imaginar ‘viva’ la partitura musical- cumplir con su deber con un grado mínimo de honestidad que le haga decidir si ello no habrá de perjudicarle. Absolutamente desamparado, se sitúa ante el efecto puramente musical, y por eso prefiere escribir sobré música que esté de algún modo relacionada con un texto: música programática, canciones, óperas, etc. Y casi podríamos disculpárselo, cuando observamos que los directores operísticos, de los que nos gustaría averiguar algo acerca de la música de una nueva ópera, se dedican a parlotear casi exclusivamente del libreto, del efectismo teatral y de los intérpretes. Por cierto, que desde que los músicos adquirieron cultura y creyeron que deben demostrarla eludiendo charlas de café, apenas quedan músicos con los que se pueda hablar de música. Sin embargo, Wagner, al que tanto les gusta citar como ejemplo, escribió con profusión sobre asuntos puramente musicales, y estoy seguro de que habría rechazado indiscutiblemente estas consecuencias de sus mal entendidos esfuerzos.

Por ello, el que un crítico musical escriba de un autor que ‘su composición no ha hecho justicia al texto del poeta’, no deja de ser otra cosa que una cómoda escapatoria a este dilema. El ‘ámbito de este periódico’ –que es siempre muy limitado en espacio, precisamente cuando tendrían que aportarse las pruebas necesarias- está siempre dispuesto para ayudar a la carencia de ideas, y que el artista es en realidad declarado culpable ‘por falta de pruebas’. Pero la prueba frente a tales aseveraciones, si alguna vez se obtiene, sirve más bien como prueba de lo contrario, puesto que viene a demostrar que alguien quiso hacer música sin saber cómo, y que, en virtud de ello, nada tiene que ver en todo caso el que la música haya sido compuesta por un artista. Y esto es cierto incluso en cuanto a las críticas escritas por un compositor. Aunque sea un buen compositor. Porque cuando está escribiendo las críticas no es tal compositor, no se halla inspirado musicalmente. Si estuviese inspirado no describiría como debiera haber sido compuesta: ¡la compondría él! Esto es lo más rápido y hasta lo más fácil para quien pueda hacerlo, y es lo más convincente.
En realidad, tales juicios provienen de la noción más ingenua, de un esquema convencional, de acuerdo con el cual un determinado nivel dinámico y progresivo de la música debe corresponder con determinadas circunstancias del poema y discurrir con exacto paralelismo a aquellas. Completamente aparte del hecho de que este paralelismo, u otro aun más profundo, pueda presentarse también cuando exteriormente figuren aparentes efectos contrarios –por ejemplo, que un tierno pensamiento sea expresado mediante un tema rápido y violento, por la subsiguiente violencia habrá de desarrollarse de manera más sistemática-, completamente aparte de eso, tal esquema ya hay que desecharlo por convencional; porque conduciría a hacer música en un lenguaje que ‘componga y piense para todos’. Y su utilización por los críticos conduciría a manifestaciones como las de un artículo que leí una vez en alguna parte: “Defectos de declamación en Wagner”, en el cual el autor mostraba cómo hubiera compuesto él determinados pasajes si Wagner se lo hubiese permitido…

Hace algunos años quedé profundamente asombrado al descubrir en varias canciones de Schubert que conocía muy bien, que yo no tenía la menor idea de lo que sucedía en los poemas en los que estaban basados. Pero cuando hube leído los poemas saqué la conclusión de que con ello nada había conseguido para aumentar la compresión de las canciones, ya que no me hicieron cambiar en lo más mínimo mi concepción sobre la interpretación musical. Por el contrarios, parecía que, sin conocer el poema, yo había captado el contenido –el contenido real- y quizá de manera aun más profunda que si me hubiera aferrado a la simple superficialidad de los pensamientos expresados por palabras. Más decisivo para mi que esta experiencia fue el hecho de que, inspirado por el sonido de las primeras palabras del texto, yo había compuesto muchas de mis canciones de un tirón hasta el final, sin preocuparme lo más mínimo por seguir el acontecer poético y sin adaptarme a él siquiera durante el éxtasis de mi labor. Solamente días después pensé en volver la vista atrás para percatarme de lo que había del contenido poético en mi composición. Quedó entonces de manifiesto, para mi asombro, que nunca podía yo hacer mayor justicia al poeta que cuando, guiado por mi primer contacto directo con el sonido del principio, adivinaba todo lo que era obvio que tenía que seguir inevitablemente de acuerdo con aquel tono.

Por tanto, llegó a estar claro para mí que la obra de arte es, como cualquier otro organismo completo, tan homogénea en su composición que en cada pequeño detalle revela su esencia más íntima y verdadera. Al separar cualquier parte del cuerpo humano, siempre brota lo mismo: sangre. Al escuchar un verso de un poema, un compás de una composición, estamos a disposición de comprender el todo. Y de igual manera, una palabra, una mirada, un gesto, el modo de andar, o incluso el color del cabello, son suficientes para revelar la personalidad del ser humano. Y así, yo había comprendido completamente las canciones de Schubert a la vez que sus poemas, solamente por la música, y los poemas de Stefan George solamente por su sonido, u en tal grado de perfección, que difícilmente podrían lograrse mediante síntesis y análisis y que desde luego estos no superarían. Sin embargo, tales impresiones suelen dirigirse más tarde hacia el intelecto instándole a que las prepare para su general aplicación, a que las desmenuce y clasifique, a que las calibre y las compruebe, a que reduzca a detalles lo que poseemos como un todo. Y hasta la creación artística sigue siendo a menudo esta circunvalación entes de llegar a la concepción real. Cuando Karl Krauss llama al lenguaje madre del pensamiento, y Wasily Kandinsky y Oskar Kokoschka pintan cuadros cuyo tema objetivo no es apenas más que una excusa para improvisar colores y formas y hacerlos expresarse como solo el músico se ha expresado hasta ahora, son síntomas todos de una gradual expansión del conocimiento acerca de la verdadera naturaleza del arte. Con gran alegría leí el libro de Kandinsky “Sobre lo espiritual en el arte”, en el que señala el camino para pintar y hace surgir la esperanza de que aquellos que interrogan acerca del texto, acerca del sujeto material, pronto no harán más preguntas.

Por tanto, estará claro lo que ya fue aclarado en otra demostración. Nadie duda que un poeta que trabaje con material histórico podrá desenvolverse con mayor libertad, y que un pintor, si todavía quisiera pintar cuadros históricos en la actualidad, no tendría que competir con un profesor de historia. Habremos de establecer lo que la obra de arte intenta ofrecernos, y no lo que es meramente su causa intrínseca. Es más, en toda música compuesta sobre poesía, la exactitud en la reproducción de los acontecimientos es tan ajena a la valoración artística como lo es el parecido que tenga un cuadro con el modelo; después de todo, nadie ha de poder comprobar este parecido dentro de cien años, en tano que el efecto artístico permanecerá inalterable. Y no es que permanezca porque, como puedan creer quizá los impresionistas, el hombre real (esto es, el que aparece representado) no habla, sino porque el que lo hace es el artista; él es quien allí se ha expresado a sí mismo, él es a quien el retrato debe parecerse en un alto grado de realidad. Percibido esto, es también fácil de comprender que la correspondencia externa entre la música y el texto, como se muestra en declamación, tempo y dinámica, tiene muy poco que ver con la correspondencia interna y pertenece a la misma etapa de imitación primitiva de la naturaleza que el copiar de un modelo.  Las aparentes divergencias  pueden ser la necesaria consecuencia de un paralelismo en nivel más importante. Por lo tanto, el enjuiciamiento sobre la base del texto es tan seguro como el enjuiciamiento de la albúmina de acuerdo con las características del carbono.


Schoenberg, Arnold: 1951: Style and Idea. Londres: Williams and Norgate

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